
EL PEQUEÑO ABETO
Había una
vez un pequeño abeto en un gran bosque que estaba muy triste. Y lloraba.
¿Sabéis por qué? Por qué no le gustaban sus hojas.- Snif, Snif – lloraba – no me gusta estas hojas tan puntiagudas. Todos los árboles tienen hojas más bonitas que las mías.
I estuvo llorando todo el día, hasta que de noche, se durmió. Al día siguiente, el abeto se despertó y vio que sus hojas eran grandes hojas de oro.
- ¡Oh! ¡Qué contento estoy! ¡Qué hojas más preciosas! Son todas tan doradas ...
Pero tan bonitas eran que pasó un ladrón y se las llevó todas. Y el pequeño abeto volvió a llorar:
- Snif, snif – lloraba – Ya no quiero hojas de oro. Ahora quiero hojas de cristal, ¡que son igual de brillantes pero incluso más bonitas!
Esa noche volvió a dormirse pensando en tener hojas de cristal. Y otra vez al despertarse vió su deseo cumplido. Hojas y hojas de cristal coronaban su copa.
- ¡Oh! ¡Qué contento estoy! ¡Qué hojas más preciosas! Son todas tan brillantes ...
Pero ese día sopló un viento huracanado que tiró todas las hojas, rompiéndolas en pedacitos. Y el abeto volvió a llorar.
- Snif, Snif – lloraba – Ya no quiero hojas de cristal. ¡Ahora quiero hojas verdes!
Y con ese deseo se durmió otra vez. Y una vez más, al despertarse, vio su deseo hecho realidad
- ¡Oh! ¡Qué contento estoy! ¡Qué hojas más preciosas! Son todas tan verdes ...
Pero ese día pasó un rebaño de cabras y vieron sus hojas verdes tan apetecibles que se las comieron todas. Y el pequeño abeto volvió a llorar.
- Snif, Snif – lloraba – Ya no quiero hojas verdes. Ni de cristal. Ni de oro. ¡Quiero mis hojas puntiagudas!
Y esa noche, triste, se volvió a dormir. A la mañana, al despertar, vio que volvía a tener sus hojas puntiagudas. Y sin nadie que las robara, las rompiese o las comiese, creció hasta hacerse un gran abeto y dar cobijo a los animales del bosque.
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LA LECHERA
Juanita,
con su cantarillo de leche, bien puesto a la cabeza sobre el cojinete, pensaba
llegar sin obstáculo a la ciudad.
Caminaba
a paso largo, ligera y corta de saya, pues sólo se había puesto, para estar más
ágil, el refajillo y las sandalias. Así equipada, revolvía en su imaginación lo
que sacaría de la leche y la manera de emplearlo. Compraba un centenar de
huevos, hacía tres polladas; con su asiduo cuidado todo iba bien. “Cosa fácil
es, decía, criar los polluelos alrededor de la casa; por muy lista que ande la
raposa, me dejará bastantes para comprar un cerdo. Lo engordó, es cuestión de
un poco de salvado. Al comprarlo ya será bastante grande; Al revenderlo, me
valdrá muy buen dinero. Y ¿Quién me impedirá, valiéndome tanto, meter en el
establo una buena vaca con su becerrillo, y verlo triscar en medio del rebaño?”
Al decir esto, Juanita brinca también, llena de gozo. Cae el cántaro y se
derrama la leche. ¡Adiós vaca y becerro! ¡Adiós cochino! ¡Adiós polluelos! La
dueña de tantos bienes, mirando con ojos afligidos su fortuna por los suelos.
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